domingo, 17 de julio de 2011

ESCUELA HIPERACTIVA

No toda la memoria que atesoramos está activa. Hay una parte, la menos funcional, que se agazapa en nuestro inconsciente dormido y descansa allí sin desaparecer. Esto es un hecho científico bien conocido y que motiva, por ejemplo, toda la terapia psicoanalítica de la introspección. Sin embargo, sin necesidad de recurrir al buceo clínico, esta memoria antigua y dormida, también se nos revela con la complicidad de la edad. Se sabe que en la vejez se debilitan las memorias de corto y medio plazo, dejando aflorar recuerdos lejanos que ni siquiera se tenían por vividos. Yo estoy llegando a esa edad provecta en la que me empiezan a llegar mensajes del pasado que, bien por despreocupación biográfica, bien por desconocimiento, en todo el tramo afanoso de mi vida no había advertido o ignoraba.

Una de esas improntas resucitadas es la experiencia de mi etapa escolar. La experiencia, realmente, fue corta porque apenas estuve tres años, pero rememoro de ella un tiempo de recogimiento con mi maestra, en un ambiente sereno que no era perturbado por nada ni por nadie externo al aula. Entrar en clase tenía el mismo sentido que acceder a un santuario, con su dimensión de paz y silencio que vivíamos, a partes iguales, alumnos y profesora, sin ruidos ni otros intrusismos. Sólo recuerdo ventanas abiertas, zumbidos de insectos , cantos de pájaros y el perfume de mi maestra. Teóricamente sé que el protocolo de mi época exigía levantarse cuando alguien visitaba el aula, pero no recuerdo haberlo hecho nunca. Tal era la importancia que se daba a la limitación de estímulos espurios para favorecer la concentración académica.
Hoy, en las aulas del siglo XXI, se ejerce la antítesis perfecta de aquella escuela de mi infancia. Es tal el bullicio interior y exterior (colegio entero) que difícilmente se dispone de una pausa para el reposo reflexivo, en la inmensa mayoría de la práctica educativa pública que conozco -la privada la desconozco-. Enumero algunos de los lances habituales y cotidianos:
Alumnos que acuden excitados desde el inicio del día. Padres que los escoltan desde la fila hasta dentro del aula. Padres pululando masivamente por el Centro a primera hora y presentes a cualquier hora del día y lugar. Griterío intemperante de los alumnos cada vez que recorren los espacios comunes. Imposibilidad del profesor para imponer, individualmente, hábitos de conducta comedidos, sin leyes institucionales que lo respalde ni plan orgánico que lo auspicie. Pupitres deshabitados buena parte de la jornada, con sus ocupantes orbitando o desorbitando por la clase, en rumbo errático. Materiales didácticos maltratados y presentación descuidada del trabajo escolar, sin solución de continuidad en la cultura del esmero, porque el tiempo necesario para el primor se invierte en interactuar con todo el entorno. Despilfarro de medios, sin réditos alícuotos al gasto en fotocopias y fungibles que se les proporcionan a los alumnos. Absentismo e impuntualidad sostenidas por las leyes administrativas (los Servicios Sociales no pasan de una amenaza retórica, puesto que ellos tampoco disponen de medidas disuasorias contundentes). Rosario de fiestas, celebraciones y viajes, que deja exhausto al profesorado y, a estas alturas, causan poca mella en los niños, precisamente, por su carácter reiterado. Sucesión, hora sí, hora no, de especialistas que alternan sus distintos esquemas pedagógicos. Y, como sucede en las escuelas bilingües, profesores adjuntos de inglés que desarrollan media asignatura del Conocimiento del Medio y de las Matemáticas; sin olvidar a los lectores extranjeros que, igualmente, se cuelan en el aula. Para rematar la campaña de enajenación oficializada, el allanamiento del aula con maestros de apoyo, de Pedagogía Terapéutica y otros por añadir. Cada cual con su maniobra particular. Un verdadero camarote de los hermanos Marx.

En definitiva, un torbellino de estímulos incontrolados que dañan, no sólo el proceso de enseñanza-aprendizaje, sino los recursos cognitivos mismos del alumno; ya que, hay que subrayarlo, la inteligencia se mide básicamente por tres capacidades, a saber: lenguaje, memoria y atención. Quién demonios puede abstraerse de ese circo de distracciones que es hoy el aula y, por ende, la escuela. Los niños que son capaces de marginar un porcentaje de estímulos extraños, tienen más papeletas para salir adelante, pero nunca con el máximo de su rendimiento real. Yo mismo hubiera fracasado en un sistema semejante. Respondo a una personalidad biológica “en alerta”, que me impide el aislamiento completo; es decir, cerrar mis canales sensoriales a voluntad. Como no lo puedo hacer desde dentro, necesito que se provea desde fuera las condiciones de silencio y quietud que requiero para concentrar mi atención. Imagino que lo que me pasa a mí, es un patrón bastante compartido por la biología humana. La prueba es que en las bibliotecas se ha exigido inveteradamente mutismo absoluto. Aunque ya llegará algún pedagogo clarividente que predique que las bibliotecas deben sembrarse de dinamismo para sacarlas de su aburrimiento clásico. Al tiempo.

Alguien puede objetarme que la escuela de mi tiempo era una tumba y que reprimía el pálpito inquieto de la infancia, pero hay que recordar que una escuela, por definición, es un espacio de formación intelectual y física. Eso, o se hace en el sosiego, o no hay tal.
En cualquier caso, la escuela de hoy no está en el equilibrio equidistante; está instalada, por el contrario, en el extremo exaltado. Es una escuela TDHA (hiperactiva y con déficit de atención). Y no hablo del porcentaje creciente de este trastorno entre los alumnos, hablo del sistema escolar entero, por culpa de la condensación funcional, por un lado, y la diseminación de los límites educativos, por otro.

Tutor es quien personaliza una tutela. Pero en la escuela que tenemos, el tutor pierde esta valoración en favor de algo cercano a “encargado”. Apodera al alumno y lleva el creciente papeleo que cada uno genera. Registros (físicos e informáticos) y a distintos niveles; evaluaciones duplicadas; informes de diferente laya; protocolos; programas de sondeo que anexan su correspondiente asiento de marcas y puntuaciones en el expediente; adaptaciones curriculares, en los casos que procede; programación de aula, de ciclo; planes específicos; memorias, actas; proyectos institucionales, proyectos pedagógicos (intercentros, de Centro, de maestro con su aula, de maestro con un grupito, de maestro con un niño -esto último no me consta todavía, aunque la tendencia se apunta-)...
El tutor, también imparte enseñanza, claro, pero su cabeza no está centrada en su aula. Tiene que vagar por las sustituciones o los apoyos que le toca, el papeleo citado, la coordinación con el ingente equipo docente, las actividades no curriculares propias, inducidas o compartidas, otras responsabilidades del Ciclo y del Centro, intercambios de aula, presentación (no representación) en algún órgano colegiado, coordinación o miembro de un grupo de trabajo, coordinación o miembro de un proyecto, autoformación, etc.
Por otra parte, está el organigrama del Centro junto a una procelosa clasificación técnica de personajes y responsabilidades. Sólo con el mal llamado Plan de Atención a la Diversidad, hace falta un mapa conceptual y un vocabulario “ad hoc” para desembrollar semejante galimatías. En fin, un diseño folletoso de principio a fin.
Sin embargo, la materia prima de una escuela son los niños. Y enseñar a un niño es menos complicado que la burocracia que, involuntariamente, crea ese niño, merced a la desbocada incontinencia de los tecnócratas educativos y el quimérico arquetipo de escuela que perpetran.
La premio nobel Wangari Maathai (doctor en Biología) tuvo su escuela debajo de un baobab, en su Kenia natal. Ese fue, sin duda, el origen de la escuela: alguien, a la sombra protectora de un árbol, transmitía a los convecinos sus descubrimientos sobre el medio natural. La escuela debe ser sencilla, los saberes es lo único que pueden ser complejos. Por el contrario, en la enseñanza que tenemos hoy, los saberes rebajan su complejidad en la medida que se complica la escuela. Se aprende poco pero se agita demasiado. Pues eso, TDHA.
                                  
                                                                                          Paco Botella.  CEIP “Cardenal Belluga”. Motril

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