En los países democráticos la escuela
es obligatoria. Estamos acostumbrados a asumir la escuela como
derecho social por vicio divulgativo. Lo hemos aceptado sin más,
acríticamente y sin el menor atisbo de duda. Incluso, aceptamos que nos digan
qué tenemos que aprender y cómo.
Parece una paradoja. Pero hurgando se
descubre otra lectura distinta de la de “derecho social”. Tal y
como está legislada (obligación hasta los 16 años) no es un
derecho, es un deber; una imposición. Por tanto, es contrario a los
valores democráticos.
¿Es que estudiar o no estudiar no
debería ser una opción voluntaria entre tus derechos democráticos
de libre elección? Me podréis objetar que la elección la toman los
padres, hurtándole al hijo -en el caso de renuncia- una promoción
intelectual y profesional. ¿Y qué? Los padres son un factor
determinista en la vida de los hijos. Siempre.
Puedes ponerle a tu hijo el nombre que
quieras, puedes apuntarlo a una religión o no, puedes inculcarle los
valores o prejuicios que te dé la gana, alimentarlo como te venga
bien, llevarlo a los ambientes que te apetezcan, incluso darle una u
otra nacionalidad, haciéndolo nacer en un país escogido ... Pero no
puedes dejar de llevarlo a la escuela.
Hay padres que, al margen de la
institución escolar, podrían proporcionarle a sus hijos una
enseñanza cualitativa y cuantitativamente mejor que la que se
dispensa en el colegio. Esto es una obviedad; sobre todo,
considerando el ambiente de convivencia de determinados colegios. A
estos padres la ley les niega el derecho, no ya de transmitirles la
deseada formación intelectual y cultural que deseen, sino el deber
de evitarle a sus hjos malos tratos.
Por abusar de la personalización, diré
que hice mis estudios no universitarios fuera del país. No recuerdo
ningún maltrato del profesorado hacia el alumnado, pero la
disciplina era tan estricta que la educación y el respeto los
traíamos los niños puestos de casa. Si tu comportamiento en la
escuela no era pertinente, después de un proceso de amonestaciones
ascendentes en severidad, te echaban a la calle definitivamente, sin
opción a volver a la etapa (Primaria o Bachiller) del sistema
público. Si tus padres querían que estudiases, te lo tenían que
costear en alguna escuela privada o academia y presentarte libre a
los exámenes finales de etapa. Así que ellos tenían buen cuidado
en tenerte a raya.
Se puede objetar que ese sistema era
poco insertivo. ¿Pero acaso los expulsados iban allí a estudiar?
No, porque no eran errores accidentales los suyos; eran alumnos
reincidentes, conscientes (ellos y los padres) de las oportunidades
que desdeñaban en cada amonestación. En cambio, el efecto de este
procedimiento era una escuela pública prestigiada frente a una
escuela privada que se dedicaba a rehabilitar, si podía, a los
energúmenos con dinero. Además, se garantizaba el derecho de los
que sí estaban por estudiar. Exactamente la antítesis de la
relación que hay hoy entre escuela púlica y privada.
Por otro lado, es verdad que,
académicamente, la escuela de mi juventud primaba la capacitación
intelectual: los que no daban la talla repetían curso hasta que
abandonaban. Esta idea resulta extraña hoy en día y se rechaza por
exclusiva o selectiva. Pero la hacemos extraña sólo en el campo de
la inteligencia. A nadie le extraña la relación estrecha entre
estatura y baloncesto. Se nos antoja, por el contrario, que la
inteligencia es un don dadivoso entre la humanidad. Incluso, tendemos
a creer que todos somos igual de listos. Lo cierto, es que hay una
curva gaussiana que define la distribución desigual de la
inteligencia en la población. Pese a que el imaginario político quiera persuadir de lo contrario, no todos gozamos de generosa
inteligencia. Sí se dan diferentes inteligencias. Y la atención
de esta variedad no se contempla.
El Estado tiene el deber
de procurar plazas escolares para todos los que las demandan, pero no
debería tener el derecho de
obligar a sus administrados a ocuparlas por fuerza. Y si lo hace,
debería, al menos permitir que cada cual eligiera un itinerario
educativo desde muy temprano. Un sistema de elección educativa
múltiple (con itinerarios transactivos entre sí y baremos de
convalidación) tendría siempre una marca democrática mayor que el
trágalo del sistema único y por edicto. Hay una legión de chavales
de la ESO, secuestrados por el sistema, que no entienden por qué
tienen que asistir a un aula todos los días de invitados de piedra.
Eso es violencia. Demasiada poca violencia ejercen ellos como
respuesta. Pero cuando la ejercen, desgraciadamente recae sobre sus
compañeros de aula y sobre el profesorado; cuando el destinatario
propicio deberían ser los autores intelectuales (legisladores
políticos) que han ideado este sistema que ellos bendicen como no
selectivo y, por tanto, democrático cuando, por su impacto, la
calificación que merece es de fracaso.
Que el sistema educativo sea selectivo,
al estilo del que me tocó en mi infancia, puede no ser procedente
hoy día, pero sí lo sería con una selección ejercida desde el propio
albedrío: que cada cual seleccione el itinerario que le conviene, a
tenor de la orientación de sus calificaciones y de la motivación personal.
Después de todo, qué promoción
educativa asegura el sistema actual en España, si produce una
deserción de más del 30% de media nacional (datos de 2.010). A lo
peor y no lo sé, pero, es harto posible, que produzca más iletrados
que el sistema en el que yo estudié, al que, desde la falaz
perspectiva actual, anatemizan con el baldón de selectivo. A mi
entender, más le valdría al sistema educativo ser selectivo, con itinerarios diversos para
la canalización de todas las oportunidades. Y eso sí que sería
inclusivo, aunque más caro que la escuela única.
Los resultados están a la vista. Y no
necesitamos agentes calificadores como los de PISA para descubrirlos. Su evidencia, mal se pueden esconder socialmente. No es que le
importe a los propios profesores, que han sabido adaptarse a los
sucesivos modelos impuestos (cuando la presión les es insoportable,
prefieren darse de baja antes que, no ya rebelarse, sino reconocer,
siquiera, parte de lo que aquí recojo); ni a un gran porcentaje de
padres, que colman sus aspiraciones con el aparcamiento de sus hijos;
ni a la institución educativa, que le es más fácil acometer
reformas burocráticas -que conciernen a documentación y cambios de
nombre- antes que estructurales.
Pero allí en frente está el futuro,
que no protagonizarán los políticos de hoy pero sí los niños de
hoy. Y ni la economía ni el suelo disponible en nuestro país,
después del pelotazo inmobiliario, ofertan ya tajo en la obra
para tanto sujeto sin cualificación.
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