martes, 8 de octubre de 2013

EL FUNESTO MEDITERRÁNEO DE LA EMIGRACIÓN

Joseph Conrad situaba el horror en Africa.
Africa, la cuna del humano sapiens-sapiens. África que horroriza por sí y por su deriva.
África retiene aún, en su idiosincracia natural, el primitivismo que turba al desarrollado y sofisticado europeo. Lo enfrenta al espejo de su origen bestial. Lo deja huérfano de su linaje divino; le desmiente su imagen de semejanza a Dios.
El sentimiento racista blanco nace de esa aprensión prehistórica, sumado a la soberbia del distanciamiento económico. Sentimiento más acusado cuanto menos cultivado es el europeo. André Gide lo enunció diciendo que "cuanto menos inteligente es el blanco, más salvaje le parece el negro".
Por eso en la gran Historia protagonizada por el hombre blanco nunca ha contado África. Cuando el hombre blanco ha dirigido su interés por África ha sido para cometer las peores vilezas. Proveerse de esclavos, cazar megafauna hasta agotarla, saquear recursos, hacer experimentos biológicos éticamente reprobables, arrasar selvas, verter residuos tóxicos por doquier, crear conflictos de distracción o para ensayar armas en teatros de guerra real, hacer experimentos sociales (Liberia) o sostener un estado nazi hasta finales del siglo XX (Sudáfrica). Vilezas que raramente se reflejan en el relato conspicuo de nuestra gran Historia. Porque en África, donde todo esto se acomete desde el principio de nuestra era, anida la bestialidad y el horror. Y donde habita el horror, cualquier tropelía es posible. Ha sido y es tanto el horror, que ya no cabe en el continente.
El horror rebosa y viene a nosotros en pateras, cayucos, zodiac de juguetes y barcazas de desguace. Y frente a nuestras playas de bandera azul, dramatiza una de sus despiadadas escenas de muerte en masa. Horroroso para nosotros pero cotidiano para los africanos. Los episodios más truculentos tienen un nombre propio: Lampedusa, Melilla, Valverde... Pero hay una necrológica muda e incesante desconocida incluso para los indiferentes habitantes de las localidades que prestan su tierra para cementerio. Estos muertos se cifran en decenas de miles en lo que va de siglo. Yacen por todo el litoral andaluz, tierra adentro y, seguramente, en mayor número, en el fondo marino. Los que no mueren esperan en centros de reclusión como espectros. Ya eran espectros cuando se embarcaron. Allí en África no había nadie para ayudarlos. Aquí tenemos prohibido ayudarles. Leyes hechas por desalmados políticos de España e Italia que han criminalizado el altruismo. La policía persigue al emigrante y al que se compadece del emigrante. La solidaridad humana es delito. Políticos de partidos proclamados católicos. Creo que cuando el Papa Francisco, enfrentado al episodio de Lampedusa, dijo que se avergonzaba profundamente, se refería a esos prohombres católicos que provocan tanto tormento y tanta iniquidad. Por fin un Papa cristiano desde Juan XXIII. Otro cristiano, el padre Ángel, manifestándose sobre el mismo episodio, también aludió a los políticos (-y sus viáticos periodistas- añado yo-) señalando su errática responsabilidad cuando se enredan en debates espurios sobre la caducidad de los yogures, mientras la infamia se incuba, día a día, en la orilla mediterránea de enfrente. Vidas trágicas allí. Un problema aquí. La esperanza para los de aquí, es que el problema se lo trague la alta mar y no llegue hasta nuestras costas. Si eso ocurre, los políticos católicos tienen que aguantar que alguien le espete a la cara la palabra “vergüenza”. Desgraciadamente, ni esas palabras ni esos muertos dejan memoria; nunca se inscriben en nuestra heroica Historia de hombre blanco.
Hoy en Motril, la patrullera y las anaranjadas lanchas de salvamento fondean tranquilas en sus dársenas. Viendo esta serena estampa naviera, a nadie se le representa el drama que preconizan. Pero el drama ocurrirá inevitablemente; ya se está fraguando al otro lado del Estrecho. Lo único por determinar es la dimensión que alcanzará la próxima vez.
Francisco Botella Maldonado. Motril.

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