Nunca he entendido por qué los ministros de Educación y sus asesores le ponen esos interminables epígrafes a sus leyes, desde LOGSE hasta la reciente LOMCE. Con lo fácil que sería denominarlas como Ley Educativa seguida del año de su publicación, o sea, una fecha entre cuatro u ocho años. El tiempo en que una generación de estudiantes empieza Primaria con unos presupuestos pedagógicos, metodológicos y estructurales y termina su enseñanza Secundaria con otros distintos que no estaban en el guión. Es decir, que cuando el alumno se sabe las respuestas, le cambian las preguntas. Cada cambio de gobierno -si no, cada equipo- trae su ley educativa.
Me irrita, porque establece un sistema equilibrista que emborrona las alternativas a seguir por los alumnos. Aparecen y desaparecen materias, aparecen y desaparecen opciones, aparecen y desaparecen conexiones entre bloques. Faltan perspectivas claras. Lo que no cambia es la inversión creciente que graba al estudiante: matrículas encarecidas y desiguales según la universidad, créditos que hay que costear, máster que casi nunca se pueden costear.
Esta última ley no es más de lo mismo; es de lo mismo, lo peor.
De esta ley, lo primero que deducimos, es que Wert es un digno ministro de Rajoy. La ley está hecha y difundida como le gusta al presidente. Su contenido de tapadillo y con la menor divulgación posible. ¡Que miren el BOE! Cuando después del Consejo de ministros, donde se ha aprobado la ley, Wert no ha tenido más remedio que comentarla frente a la prensa, ha salido por peteneras. Puro estilo Rajoy. A Rajoy no le gusta mentir, por eso esquiva a la prensa o se presenta a ella en plasma. Para las contadas veces que no puede evitarla (en el extranjero o con la visita de un mandatario extranjero) se ha pulido el estilo peteneras.
Wert sigue su escuela. Ha cambiado. Antes le gustaba dar la cara, su cara de cínico. Se presentaba en los eventos educativos y culturales a pecho descubierto y provocador; cuando lo voceaban y le pitaban, él se ciscaba. Ahora, el ministro no se menudea. Se ha vuelto reservado como su jefe y usa las mañas de su jefe. Se le ha preguntado si la religión iba a puntuar en el currículum para exámenes de acceso, becas y reválidas; ha contestado que no se harían pruebas nacionales sobre religión. Yo salgo por peteneras y ustedes ya entienden, o no, que para eso ya está el arte de la adivinación. Ha pasado de cínico a impostor. Pero, también, de osado a cobarde.
La ley se ha hecho con dos propósitos:
1.- captar grey. Cambiar la creciente tendencia de abandono de la fe católica.
2.- promocionar a los católicos frente a los demás, en desleal competencia. Crear la base para una futura élite católica.
Esa es la voluntad implícita de la ley. Ambos propósitos cuentan con un cebo: el sobresaliente. Calificar con sobresaliente en religión católica no viene en la ley; de eso ya se encargan los profesores puestos por el obispado y pagados por nosotros.
Tampoco dice que otras religiones tengan las mismas oportunidades. Los niños musulmanes, judíos o evangelistas no tendrán profesores de religión; su credo no es evaluable; por tanto, no podrán mejorar su expediente. Son tan españoles como los alumnos católicos y sus padres pagan los mismos impuestos. Pero se les niega el derecho al sobresaliente en religión que graciosamente se les concede a los católicos. Los no católicos son tan indeseables para la futura élite como los no creyentes.
Este engendro sale de la cabeza de un ministro agnóstico pero cuyo partido está profundamente entreverado con la iglesia católica. Si la Curia ha redactado la ley, Wert sobra. Pero como es un impostor cobarde, se hace pasar por Rouco Varela.
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